En agosto de este año, partiendo el segundo semestre en Casa del Cerro, se nos invitó a formar parte de un “Taller de Escritura Autoanalítica”. Esta propuesta, muy interesante por lo bajo, proponía emprender un trabajo de escritura constante, con la premisa de poder mirarnos a nosotras y nosotros, pero no solo bajo nuestra mirada, sino enriqueciéndola con los distintos recursos que nos han entregado los ojos del psicoanálisis. Así, nos enfrentamos al desafío de intentar escribir una cantidad delimitada de veces por semana, motivando las primeras incursiones mediante distintas técnicas y ejercicios que comprendían elaboraciones tales como listas, cartas, diálogos, entre otras. Si bien a primera vista existía un componente fuertemente lúdico en estos ejercicios, de a poco pudimos ir percatándonos de que la escritura que estábamos llevando a cabo, comprendería mucho más involucramiento que el solo compromiso de escribir.
Es así como dentro de las temáticas que tocan las reflexiones que hemos querido compartir con ustedes hoy, se despliegan al menos dos grandes ámbitos que aparecieron en estos meses de trabajo. Por un lado, hallamos la singular experiencia que significó el carácter más práctico de llevar a cabo este ejercicio, y por el otro lado, existe un detalle en la puesta en marcha de este taller que definitivamente no ha sido banal, y que por el contrario, influyó ampliamente en esta vivencia. Esto tiene que ver con que se trataba de un trabajo acompañado, y cada semana nos encontrábamos para comentar cómo había sido la experiencia de escribir, cómo nos había ido con el ejercicio, con qué nos habíamos encontrado. Es decir, esta tarea no solo tenía una importante arista individual, sino también una que convocaba y a su vez conformaba un grupo.
Es desde ahí que, tratando de conjugar las distintas sensaciones que nos entregaba la experiencia, y también considerando el contexto virtual y particular, nos dimos cuenta de que no era cualquier tipo de escrito el que quedaba como insumo después de cada momento de escritura o de cada reunión. Nos percatamos de que en realidad aquello que se plasmaba en nuestras libretas, y que más tarde traíamos a colación en las conversaciones, tenía una calidad de registro. Es a partir de esa forma de registrar, singular y también grupalmente, que hemos también registrado algunas de nuestras reflexiones.
Antes de comentar más extensamente lo que descubrimos en esta forma de escribir, es importante mencionar que el método que se nos propuso para trabajar ponía como condicionante que fuese por medio de nuestro puño y letra. Esta era una de las reglas base, así como admitir aquello que venía al papel tal como aparecía. Borrones, errores, palabras mal escritas, lapsus, etcétera, todo estaba admitido. Es a partir de esta propuesta, que de alguna manera, aquella libertad con la que nos enfrentamos a la escritura, permitía abordar tópicos que anteriormente no habían encontrado lugar para ser escritos. Es así como el momento de la escritura en sí mismo significaba permitir el ingreso de lo inconsciente, del sin sentido, de la misma asociación libre con la que ya tanto hemos tratado de familiarizarnos. Asociaciones que estaban también atravesadas por la misma premisa de dejar de lado los juicios morales y el control consciente de lo que podía advenir.
Ahora bien, el ejercicio periódico de escritura libre significaba también una disposición corporal al trabajo que estábamos realizando. En otras palabras, soltar la mano para escribir, no era una actividad que pudiese darse tan fácil como se podía plantear escribir 20 minutos al día. No eran pocas las resistencias que implicaba encontrar ese momento para realizar un registro. Sin duda pudimos reconocer que por muy didácticos que sonaban algunos de los ejercicios, implicaban abrir algo de nosotras y nosotros que requería un momento especial del día, un lugar, un espacio, un contexto, un encuadre si se quiere. De a poco se fue revelando cómo sentarse frente a la libreta podía significarnos entrar en una especie de ambiente analítico impensado de generar a solas. Asimismo, pudimos encontrarnos poco a poco con esas a veces conocidas resistencias propias.
Estos ejercicios que partieron siendo muy desafiantes y divertidos, prontamente nos llevaron a poner en juego algo que más tarde comenzamos a nombrar como exposición. Hablar de cómo nos había ido con la escritura semanal, tarde o temprano nos llevaba a que compartir algo de eso que se designaba como una tarea, nos tuviese ahí hablando de nuestra vida personal. Si el proceso de escritura personal se volvía difícil, compartir aquello en el taller, en una primera instancia de este, se sentía como quedar expuesto frente a las otras y otros. Parte de nuestra historia, experiencias y acciones quedaban registradas, y debían presentarse a personas con quienes sólo interactuábamos en instancias virtuales, que no conocíamos bien y no sabíamos cómo podrían reaccionar frente a nuestros escritos y el análisis que sale de este. ¿Cómo hablar del ejercicio de realizar una lista de las 50 cosas que queremos hacer antes de morir sin compartir más extensamente los fundamentos de al menos alguna de ellas? ¿y qué tal de un diálogo con un síntoma? Especialmente, porque no se trataba de un compartir en bruto, sino de intentar dar cuenta de ciertos movimientos, reflexiones, o particularidades en la actividad de la escritura y lo que luego se deja ver en el papel. Es decir, el desafío fue entregar al grupo una “autolectura” analítica, dando cuenta de los caminos tomados, creados, para llegar a ella.
Las primeras sesiones tenían ese silencio de “ya, quién parte” esperando que alguien se atreviera a iniciar. Y en cada turno se notaba un esfuerzo por hablar acerca de la experiencia de escribir, del contenido y a la vez contextualizar para que pudiera ser entendido por las otras y otros. Palabras que se pensaban y escogían para poder transmitir eso que sentimos y que plasmamos en el papel. Sin embargo, también había una auto-censura. Algo que no nos atrevíamos a decir al resto y que de alguna forma limitaba nuestro autoanálisis. “ya, esto no se puede decir.” “no me quiero exponer tanto” eran frases que se decían entre medio de risas. Bastó con que un día conversáramos sobre esto, el no querer decir ciertas cosas que son tan íntimas, tan nuestras, que tenían una intensidad de remover algo en nosotras y nosotros al punto de hacernos creer que podíamos incomodar. Fue muy linda la respuesta que nos dimos. Queríamos escuchar, nos interesaba eso que la otra y otro había escrito y agradecíamos la confianza para compartir lo que sería un pedacito nuestro. Podríamos decir que establecimos un encuadre, a propósito de una necesidad de encontrarnos en una horizontalidad, que nos llevó, posteriormente, a sentir que valorábamos, en común, la palabra e historia del otro y otra. También, en el marco de la práctica, compartíamos un valor por poder recibir, escuchar y contener a las otras y otros. Involucrarnos, ser sensibles. Pensar qué y cómo responder y acoger.
Necesitábamos saber que esas personas que veíamos por cámara, frente a las cuales a ratos nos incomodaba hablar sobre nuestras reflexiones, iban a acoger con sensibilidad aquello que poníamos en juego sobre nosotras y nosotros en los ejercicios de escritura. Esta respuesta de las y los otros implicó infaltablemente, palabras de contención, dar cuenta de que lo que se dijo es importante y encuentra lugar en el grupo. Un grupo que hasta la última sesión mantuvo el humor, deslizándose entre la risa y la seriedad, quizás como una estrategia para lograr abrirnos y comentar sobre el material sin que la exposición se sintiera tan fuerte. Así fuimos encontrando ciertos elementos que unían nuestras historias, identificamos fenómenos de la consciencia en común y fuimos reconociendo en nosotros un grupo particular, distinto y común, donde nos involucramos subjetivamente de manera muy intensa. Terminó apareciendo la gran paradoja de cómo en nuestra carrera Rocío Barrientos, Natalia Barriga, Pascale Bonnefoy y Sofía Espinosacomo psicólogos y psicólogas es muy importante aprender a generar un espacio de escucha adecuado, pero muy raramente logramos acceder a un espacio dónde quiénes sean escuchados y escuchadas seamos nosotros y nosotras mismas. Fue muy bonito encontrarnos con eso.
Finalmente, pensamos que si bien una parte importante del trabajo ocurría en la intimidad, de cada uno con su cuaderno, primero escribiendo y luego descubriendo, buscando allí fenómenos del inconsciente que pudieran movilizar ciertos sentidos, reflexiones y recuerdos, aquel trabajo al ser compartido, adquiría otros movimientos y articulaciones, se enriquecía con las devoluciones del grupo. Lo analítico tomaba más lugar en tanto otros daban aire al registro, señalando elementos desde sus distintos lugares de escucha. Hablar sin censurarnos -en lo posible- nos permitió elaborar en mayor medida, convirtiendo la instancia de taller en un espacio de conversación que terminó por transformarse en una extensión del autoanálisis. A propósito de esto, llegamos a preguntarnos más de alguna vez si hubiese sido lo mismo si es que no se hubiese compartido. Es así como esta enigmática instancia de “Taller de escritura autoanalítica” pasó a ser un espacio de análisis e intercambio, donde el registro subjetivo dialogaba con el de otros, construyendo un espacio para registrar lo que no se nota cuando anotamos.