La comunidad como garante y protectora de los derechos de los niños y niñas: algunas lecciones que nos deja la tragedia de Ámbar

La muerte de una pequeña niña de menos de dos años llamada Ámbar ha movilizado y despertado en nuestra sociedad intensas emociones de rabia, odio y vergüenza. Los medios de comunicación han mostrado una comunidad que exige justicia, que demanda castigo y que requiere respuestas. Una de las razones que explican esta reacción es la causa de muerte y que nos indica que fue producto de una agresión brutal (física y sexual) de parte de un hombre que sería un tío político y que actuaba como parte de una familia de acogida. Ante estas circunstancias y enorme tragedia nos preguntamos por las causas de un crimen de estas características. Frente a todo esto se aprecia un clamor popular que exige una respuesta dura e incluso vengativa.

¿Cuáles son las causas de este terrible homicidio?

Aportaré con tres elementos. No son propiamente las causas pero propongo hilos desde los cuales podríamos tirar, para generar un debate constructivo que permita ayudar a mejorar la manera en que podamos resguardar y proteger los derechos de niños y niñas de nuestro país.

1) El acto criminal: ¿es posible entender un acto de esta naturaleza? Probablemente este sea el camino de investigación equivocado, es decir buscar en una condición cualquiera el impulso a un acto de estas características. No nos conduce a nada nuevo encontrar en algunas personas una desviación psicológica de tal naturaleza, pues no basta para cometer un acto criminal. Se requieren, además, condiciones que lo permitan y lo vuelva un acontecimiento posible. Tener una alteración psicológica no es suficiente predictor de una conducta criminal. Es un error considerarlo como un asunto estrictamente individual. Es una peligrosa pendiente pensar que este crimen es tan solo el fruto de una mente desviada, pues de esta manera se transforma en un problema estrictamente individual, cuando no cabe duda que es un problema que atañe y toca a la comunidad. Un niño o niña nunca nace solo, siempre hay una comunidad que lo recibe y que lo acoge para convertirlo en un miembro de ella. La nutrida movilización de la comunidad local da cuenta que este es un asunto de orden social-comunitario y requiere un abordaje en este nivel.

2) El sistema de protección: la pequeña niña no vivía en casa de su madre, estaba bajo lo que el sistema de protección en Chile ha llamado como Familia de Acogida Especializada (FAE). Se supone que cuando un niño o niña no puede vivir con sus padres biológicos, existe un sistema que permite al niño o niña resguardar su derecho a vivir en familia por medio de un apoyo a una familia alternativa, quienes luego de un adecuado proceso de ingreso, preparación, selección y seguimiento podrían prestar ayuda a un niño/a que no pudiera vivir con su familia biológica nuclear. En el actual sistema chileno la mayoría de las familias de acogida son miembros de la familia extendida que ocupan estos programas para apoyarlo, sobre todo cuando existen necesidades materiales que deben ser cubiertas a partir del acogimiento de un niño/a de una manera inesperada y producto de una vulneración de derechos. Existe otro grupo de familias que no tienen vínculos consanguíneos que también pueden postular al acogimiento de un niño/a vulnerado en sus derechos. ¿Está este sistema a la altura de la complejidad que implica el fenómeno del maltrato y negligencia infantil?

En el caso de Ámbar, lo que se ha dado a conocer por la prensa, es que ella había sido incorporada a un grupo familiar extendido consanguíneo, esto es, una hermana de la madre, su esposo y sus hijos. La pregunta que uno puede plantearse inmediatamente es si acaso esta familia de acogida realizó un proceso de postulación, preparación, selección y sobre todo de acompañamiento al momento de recibir a la niña, así como durante todo el periodo de adaptación; tanto más si el Estado provee de recursos para las instituciones para hacer este trabajo. Además, es necesario considerar qué antecedentes tuvo a la vista el tribunal de familia que permitió señalar que este grupo contaba con las condiciones para llevar adelante su misión de acogimiento. De modo que si Ámbar llegó a esta familia fue por una determinación jurídica que debería velar por la protección de sus derechos.

En el actual contexto nacional, se ha hecho cada vez más fuerte la postura que prefiere este tipo de abordaje que la internación en un centro de protección, por lo que se ha llamado la crisis del SENAME y que ha implicado la profunda desconfianza en el acogimiento residencial. Si bien este es el principio que está contenido en nuestras leyes (proveer un ambiente familiar antes que residencial), cabe preguntarse si hubo el tiempo necesario para poder adoptar y analizar la mejor alternativa para la niña. Uno de los graves problemas de nuestro actual sistema de protección de la infancia es que no opera orgánica ni coherentemente. No es propiamente un sistema sino un conjunto yuxtapuesto de instituciones que participan de esta situación sin que existan instancias deliberativas que puedan asumir la complejidad del problema.

Normalmente, son los jueces quienes desde un estrado tienen que tomar una decisión en un marco muy acotado de tiempo. Este lugar, desde el cual un juez de familia toma una decisión, es probablemente un lugar equivocado, pues cuando hay una situación de vulneración de derechos, son tan complejos los procesos comprometidos que en la soledad del pedestal es muy difícil ponderar la información disponible. En el caso de Ámbar las alertas se levantaron desde el sistema escolar que detectó algunos indicios de maltrato en la hermana mayor de Ámbar, luego fue el sistema de Familia de Acogida que participó. Es posible que el juez y todos los sistemas tuvieran una visión parcial y, precisamente por la falta de comunicación e instancias de trabajo compartido, se termina por adoptar una decisión, que en este caso implicó una situación más grave que la detectada inicialmente. Todo lo anterior nos permite sugerir que lo que da cuenta este trágico hecho es la falta de participación efectiva de las distintas instancias involucradas. En el sistema de protección faltan instancias en donde todos los agentes de la comunidad puedan aportar información para recoger la complejidad implicada en la vulneración de derechos, junto con las distintas posturas que pueden levantarse.

La ausencia de equipos especializados que puedan asumir la complejidad de estos temas, junto con la inexistencia de instancias que permitan contribuir a tener una mirada desde distintos puntos de vista, hacen que el juez quede finalmente solo y aislado para adoptar sus decisiones, lo que expone a tomar fallos equivocados. En parte, el problema ha sido originado por el mismo sistema judicial que ha querido mantener una estructura demasiado jerárquica y que no logra integrar a la comunidad, no solo en la información que puede recabar, sino que tampoco la logra comprometer en las acciones y decisiones que emanan de un fallo judicial.

Hoy en día estaríamos en un escenario muy distinto si todas las instancias de la comunidad hubieran participado en la toma de decisión, si hubieran participado instancias a nivel comunal, local, educativa, profesionales, judiciales, etc. Otro de los errores se suele dar por la falta de tolerancia a visiones contrapuestas y disímiles como suelen crearse a propósito de estos casos. Lamentablemente, el proceso de investigación judicial contribuye a la búsqueda de responsables individuales, cuando se trata en verdad de un sistema mal concebido. La falta de sostén de los distintos conflictos y tensiones entre las distintas instituciones y organismos que participan hace que se tomen decisiones erradas y unilaterales, siendo esto la base de las falencias del sistema de protección. La vulneración de derechos requiere un abordaje que pueda asumir la complejidad de cada caso. Es por esta razón que cuando el sistema falla es tan fácil encontrar representantes que han advertido de los errores cometidos por el sistema de protección.

3) La comunidad solidaria: hoy vemos una comunidad enardecida, haciendo eco de sus emociones más viscerales, idealizando, por un lado, todo lo que refiere a la infancia y por otro lado, una intensa inclinación a buscar venganza por medio, por ejemplo, de la pena de muerte. Junto con ello, aparece una condena a la madre de Ámbar impidiendo inclusive su participación en el rito fúnebre de su hija, esto último es muy metafórico o paradigmático de la raíz del problema. En la masa, las distintas emociones son reforzadas y enaltecidas por el anonimato que produce estar dentro de ella. Es evidente que la reacción visceral no puede dar la respuesta a un problema de estas características.

Es necesario, en tal sentido, pensar y considerar que para que se dé un crimen de esta naturaleza es necesario una comunidad fragmentada, aislada, en tensión y en conflicto, en donde ha roto los lazos de cooperación y apoyo mutuo frente a la ardua tarea que implica la crianza y acogida de niños o niñas que han sido gravemente vulnerados en sus derechos. Si el grupo familiar (el que acogía a Ámbar) hubiese estado suficientemente acompañado y asistido por una comunidad vigilante de los derechos del otro, así como comprometida en la ayuda solidaria -por patológico que hubiera sido su autor-, entonces la niña no se habría encontrado sola. De modo que aquí cabe preguntarse: ¿La madre de la niña estaba en un programa para apoyarla para que pudiera restituir su lazo con sus hijos? ¿La familia de acogida estaba siendo suficientemente apoyada por los sistemas sociales? ¿La instancia judicial tenía un diálogo fluido con la familia cuidadora y con la comunidad que era parte de esta decisión temporal? ¿La comunidad educativa había acogido y apoyado a los adultos en identificar y promover un cuidado respetuoso? ¿La comunidad, en general, estaba atenta a los signos que evidenciaban Ámbar y su hermana de maltrato y negligencia? ¿La comunidad había establecido un lazo de cooperación y apoyo a todo el grupo familiar implicado en esta situación? ¿Los programas de selección de familias de acogida comprenden la complejidad que implica recibir y cuidar de un niño o niña que ha sido vulnerado en sus derechos?

En definitiva, lo que debe primar a partir de este caso, es la creación de instancias de colaboración y apoyo, reparar a la comunidad fracturada por medio de una intervención psicosocial que ayude a restablecer los lazos rotos. En tal sentido, la investigación judicial corre el riesgo de venir a fracturar aún más los lazos de la comunidad si ello sirve finalmente para recriminar la falta del otro.

Podemos concluir dos aspectos que nos parecen centrales para un adecuado abordaje de una tragedia de estas características:

1) Restablecer los lazos solidarios dentro de la comunidad: esto implica una intervención no solo con la familia de origen, sino a una comunidad que ha vivido un acontecimiento muy doloroso y violento. Se requiere una canalización de la violencia y la compasión que ha emergido, en pos de nuevos lazos de cooperación entre todos los miembros e instituciones implicados. Que este caso pueda ser trabajado en los distintos estamentos de la comunidad local en post de una memoria que ayude efectivamente, esta vez, a proteger a cada miembro que la compone y, particularmente, a los grupos más vulnerables y habitualmente excluidos. Aquí es donde un trabajo interdisciplinario de psicólogos, antropólogos, sociólogos y trabajadores sociales se vuelve necesario y evidentemente útil.

2) La repuesta de gobierno no solo debe ser la persecución jurídica, tampoco debe estar a la base de tan solo la búsqueda eficaz de los responsables directos. La idea no es volver a hacer una lista en la que cada individuo o institución ha fallado (tenemos libros de sobra que identifican a los culpables), lo que interesa es el ejercicio de la justicia entendida como reparatoria, como capaz de asumir el daño producido para llevar adelante una labor que implique la restauración del lazo social roto. La respuesta debe ser integral y es una oportunidad para que los distintos servicios se pongan a dialogar.

Es un momento en que el sistema de protección considere que jueces, profesionales, agentes comunitarios y locales puedan sentarse a dialogar, observar y promover los derechos de sus miembros, principalmente de los más vulnerables y que requieren de nuestra protección especial. Se sugiere no temer al diálogo y al conflicto si ello está sostenido de instancias permanentes de trabajo y observación de aquellos que están en riesgo de ser vulnerados en sus derechos. Crear dispositivos de reparación implica que cada uno de los agentes pueda vivir el duelo, elaborarlo y con ello extraer las enseñanzas necesarias que permitan una mirada solidaria y colaborativa entre todos. Es, en definitiva, un trabajo de duelo que la familia, comunidad y sociedad toda debe atreverse a hacer para, con ello, empezar a poner en marcha una paciente y delicada labor de reparación.

(Publicado en el sitio web de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile)

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