Pese a los numerosos reportajes, denuncias e investigaciones, cada año cerca de 15 mil niños pasan por residencias de protección, permaneciendo en ellas periodos significativos de sus vidas. El sistema de protección residencial está atravesado por un conjunto de nudos críticos en donde la falta de recursos económicos, la baja especialización de los profesionales y la ausencia de programas que trabajen integralmente con la familia de origen son algunos de los aspectos que requieren con urgencia de transformaciones institucionales profundas que permitan garantizar que la experiencia de los niños y sus familias sea de alguna manera protectora y restitutivas de sus derechos.
Es en este contexto, que el Programa de Acompañamiento Familiar de la Corporación Casa del Cerro ha venido implementando desde inicios del año 2012, con el apoyo financiero de la Fundación San Carlos de Maipo, un modelo de intervención a través del cual hemos sido testigos de como las familias de niños institucionalizados se comprometen a realizar un trabajo de reparación cuando tienen la experiencia de un espacio de escucha y acogida que no los estigmatice con rótulos que apunten a la devaluación de sus capacidades.
Haciendo un poco de historia, cuando nos propusimos como equipo elaborar un dispositivo de intervención cuyo foco sería trabajar con las familias de niños internados en residencias de protección sabíamos que la tarea no sería sencilla. No sólo por las dificultades particulares de cada familia o la cronicidad, en muchos casos, de la internación de los niños y niñas, sino más bien por el complejo escenario institucional y social, en donde escuchar y pensar, por sobre el ensordecedor despliegue de rótulos y etiquetas respecto del grupo familiar, era una labor sumamente compleja.
La escena que se reproduce en el contexto de las residencias de protección ubica a la familia en un lugar de desconfianza y devaluación por parte de los equipos técnicos de las residencias, situación habitual en el entendido que los profesionales del hogar, en tanto representantes de la protección de los niños, se terminan identificando con éstos, haciendo problemático que las familias puedan establecer un vínculo de colaboración y confianza a la hora de generar un proceso de intervención que apunte al restablecimiento del vínculo. Para las familias se vuelve complejo habilitarse, en tanto garantes de la protección y el cuidado de sus hijos, dado que permanentemente perciben, en las exigencias de las instituciones, un cuestionamiento a sus formas de cuidar y criar.
A partir de lo anterior, una pregunta que se articuló tempranamente en el equipo fue cómo constituir un dispositivo de trabajo orientado a la restitución del vínculo que no reprodujera la desconfianza observada entre las familias y los profesionales de las instituciones. Un espacio de trabajo que pudiese garantizar la intimidad de las familias y, que a su vez, nos permitiera generar instancias de dialogo y análisis con los equipos de las residencias.
Desde la experiencia que nos fue brindando el primer contacto con las familias es que nos ha parecido relevante que un principio del trabajo de acompañamiento terapéutico familiar es dar lugar a lo que no tiene lugar, a saber,que la posibilidad de que una familia pueda exponer los aspectos más dolorosos o dañados de su historia pasa fundamentalmente por establecer un encuadre que se diferencie del funcionamiento y prácticas del sistema de protección residencial, es decir, un encuadre basado principalmente en el control y la vigilancia.
La posibilidad de sostener un trabajo con las familias se ha debido a que los acompañantes han podido mantener una distancia suficiente con la institución y de esa forma ha sido factible que el acompañamiento se establezca como un circuito exterior al funcionamiento institucional. De esta forma las familias pueden comenzar a hablar de aquellas cosas que en otros espacios del sistema no puede ser escuchado.
Desde ahí que en el acompañamiento hay un reconocimiento a la singularidad de las familias en tanto pueden comenzar a demandar y se permiten asumir que tienen algo que decir.
En la medida que las familias nos han permitido conocer sus historias, costumbres y espacios, es que se abre para ellas y para los actores institucionales la posibilidad de construir un lugar en donde el niño puede ser pensando más allá de su situación de vulneración. Se visibiliza la experiencia del niño y como esta se entrelaza con la del grupo familiar y la del contexto institucional.
Lo anterior resulta sumamente relevante en el entendido de que los procesos de institucionalización generan en las familias diversas dificultades que hemos conceptualizado como daño vincular. Es así como hemos encontrado en la gran mayoría de las familias historias y experiencias que los han distanciado de una participación social y cultural que les posibilite una serie de herramientas necesarias a la hora de hacer frente a las problemáticas con las que se han encontrado en la vida y que han dificultado o impedido el ejercicio de su parentalidad.
Entendemos, desde ese punto de vista, que el acompañamiento terapéutico familiar es un dispositivo que cuida y resguarda la intimidad de cada familia, y se va moviendo al ritmo de los miembros del grupo, paralizados en muchos casos por vivencias adicionales a las medidas de protección que han producido la separación de alguno de sus hijos/as. Es decir que aquellas historias de vulneración, maltrato y violencia no comienzan desde que se produce la separación, sino que han estado presentes desde hace mucho más tiempo, y continúan perpetuándose durante los periodos de institucionalización.
Lo que en definitiva se puede observar en el marco del contexto de institucionalización es que la familia, con su historia de vulneración, no tiene un lugar para ser pensada, contenida y acompañada por el actual sistema de protección a la infancia.
Se produce una estigma respecto de los padres que los denomina como incapaces o inhábiles sin un contexto que permita visibilizar la historia del daño. En ese marco la función reparadora del acompañamiento terapéutico se juega en brindar un espacio a lo que falla o fracasa para el sistema, a saber la familia, produciendo una experiencia humanizante que da lugar a la diferencia en un ejercicio de continuidad con otro que escucha y sostiene. Lo anterior es posible a su vez a través de un trabajo en la exterioridad o en los bordes del sistema de protección que permite construir y situar el lugar del terapeuta fuera de la lógica del control social.
Camilo Morales
Psicólogo, Magister en Clínica Psicoanalítica con Niños y Jóvenes, Universidad Alberto Hurtado
Director de Proyectos, Corporación Casa del Cerro.
Buenas tardes,
Muy Interesante escrito, a propósito de mi pasantia actual en un hogar proteccional no me deja de llamar la atención esta gran realidad practica donde el rol del psicólogo y la institución misma, pasa a ser un controlador vigilador». Si bien mi orientación de trabajo está guiada justamente por también dar lugar a esas familias y los niños donde no tiene acogida para el sufrimiento, actualmente en función de la institución y estando como psicóloga interna es una realidad bastante compleja. Entonces, me pareció interesante en la medida de ser acompañantes externos, justamente teniendo esa distancia institucional. Mi pregunta al respecto: ¿ como se enlaza ese trabajo con la institución?, ¿de qué modo es recibido, en términos prácticos, por los profesionales? Pensando que muchas veces las respuesta de las instituciones va mas por el lado de la resistencia., cuando se tarta de «ponerse del lado» de las familias también.
Saludos cordiales,